REPORTAJE
Salud Hernández-Mora recorrió el Catatumbo, una región donde escaseó hasta la cerveza por la guerra entre las Farc y el ELN
Salud Hernández-Mora llegó hasta la zona, en la frontera con Venezuela, y constató que los pobladores no confían en el Estado. Solo esperan que las Farc y el ELN le pongan fin a la confrontación.

Es noche cerrada, sacan el obús de largo alcance de su escondite diurno y lo preparan en pocos minutos para los cuatro lanzamientos programados. Cuando todo está listo, el coronel da la orden de disparo. Enseguida alcanzan sus objetivos en territorio donde las Farc y el ELN libran una cruenta batalla. Las bajas no son el fin, sino disuadirlos de continuar una guerra que causa estragos en la población civil.
Si ya el estruendo es ensordecedor junto a la pieza de artillería, resulta aterrador en el punto de caída. “Es lo que más temen los guerrilleros. No saben cuántos morteros más vamos a disparar ni para dónde correr. Es un elemento disuasorio”, comenta un oficial. En caso de alcanzar de lleno a los combatientes, causando muertos y heridos, el pánico provocaría deserciones en unas guerrillas con innumerables menores de edad en sus filas.

Pero todos los esfuerzos militares y el notable incremento de su presencia en la región, tras el decreto de estado de conmoción interior, no han logrado detener la guerra que el ELN les declaró a las Farc en el Catatumbo. Y en los últimos días se ha intensificado la confrontación.

Las Farc decidieron enviar experimentados guerrilleros de sus frentes en Cauca y Magdalena Medio como refuerzo a las unidades bisoñas y a los milicianos reconvertidos en combatientes de camuflado y fusil, incapaces de contener la arremetida inicial de sus antiguos aliados. “Frente 33 Farc-EP los del Cauca”, reza un grafiti en el barrio Largo de Tibú. Con el nuevo apoyo, poco a poco reconquistan algunos de sus feudos tradicionales, y en la vereda “25”, así como en el corregimiento de Versalles, del mencionado municipio de Norte de Santander, los enfrentamientos armados se suceden.
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“Ante la insuficiencia de efectivos –unos 6.000 elenos, incluyendo sus redes de apoyo, contra unos 1.000 farianos–, las Farc trajeron sicarios de Cali y de otras partes para cometer asesinatos selectivos y les pagaban entre 4 y 5 millones”, asegura una fuente castrense.
El empeño del ELN de apoderarse del Catatumbo y el de las Farc de permanecer en unas tierras donde llevan más de medio siglo los impulsan a ignorar las súplicas de los nativos de que sellen un acuerdo que ponga fin a la contienda.
“Creíamos que teníamos insurgencias al lado del pueblo y jamás pensamos que algún día se convertirían en nuestros peores enemigos. Hoy ustedes mismos se persiguen como si nunca se hubieran conocido, atacando a sus propias familias”, reza un aparte de la carta que un reconocido líder social envió a ambas guerrillas, con las que convive desde la cuna, al igual que sus vecinos. “Ambas partes deben dejar atrás el odio, la venganza y el orgullo, y buscar canales de comunicación para llegar a acuerdos de convivencia en el territorio (…). Nosotros queremos la paz, no nos interesa quién tenga más culpa. Nosotros perdonamos, nosotros olvidamos. Ustedes también pueden hacerlo”.

La gente del común no entiende las razones de continuar una guerra en la que todos pierden y resulta imposible que uno salga vencedor dada la dilatada trayectoria de ambas guerrillas en la región. Por eso les imploran que restablezcan la convivencia pacífica que les permitió controlar el vasto territorio por decenios.
En voz baja, sin dar la cara para evitarse problemas, aseguran que en este caso las Farc, pese a los graves crímenes cometidos en la región, porque ningún bando es inocente, son los agredidos de una violenta arremetida que no habían conocido desde la irrupción paramilitar de 1999. Aquella pesadilla, que provocó una estampida de unas 4.000 personas y espantosas masacres, acabó en 2004 tras la desmovilización del bloque Catatumbo de las AUC. Nadie imaginaba que 20 años después sufrirían otra catástrofe humanitaria por obra y gracia del ELN.
“Que se sienten y vuelvan a lo de antes, si los dos luchan por la misma revolución, que hablen y dejen de echarse bala”, señala un comerciante que, al igual que el resto de entrevistados, pide no ser identificado. Aunque en su barrio de Tibú, situado en el extrarradio, el dominio correspondía a las Farc, como casi todo el casco urbano, no se metían con los del ELN. Lo demuestra la profusión de grafitis de dicha guerrilla en muchas paredes, junto al símbolo de identidad de las Farc: postes y troncos pintados de naranja y verde, con las iniciales JR, que corresponden a los cabecillas alias John Mechas y alias Richard.

“Es una guerra absurda, los guerrilleros no saben por qué pelean los de arriba”, me dice una colaboradora del ELN, ya alejada de su organización porque no quería morir por una causa que no comprende. Explica que en esos pueblos de tan intenso control guerrillero a veces no puedes ser neutral, máxime si tienes algún ser querido en uno de los dos grupos, como ocurre en incontables familias. “Le preguntan a uno: usted es agua o es aceite, y a mí me tocó del lado del ELN”, admite.
Lo más inconcebible para algunos consultados es que, con la guerra, han calentado el Catatumbo, y los cocaleros, cuyas finanzas sostienen al ELN, están entre los mayores damnificados. Miles de raspachines, venezolanos en buena medida, huyeron tras los primeros disparos, dejando cultivos abandonados. Los constantes operativos militares y policiales han dificultado el transporte de insumos químicos, de cemento y de gasolina, imprescindibles para procesar la hoja de coca. Y tanto los comandos Jungla de la Policía como el Ejército llevan destruidos más de medio centenar de laboratorios y siguen decididos a eliminar todos los que puedan. “Sabemos que volverán a instalarlos, pero las pérdidas que sufren son considerables”, indica un uniformado antes de abordar de nuevo el Black Hawk, tras una breve escala para tanquear en el Batallón de Tibú. Además de que los cocaleros no se atreven a levantarlos de nuevo en momentos de tanta incertidumbre y escasez de mano de obra.
Aunque el ELN desplazó a familiares y colaboradores de las Farc de sus fincas y metió a su gente, no cuentan con suficientes jornaleros ni con la imprescindible paz necesaria para seguir las actividades con normalidad. Un panorama al que habría que sumar las capturas de cabecillas, el constante asedio de las Fuerzas Militares a los frentes del ELN y el reciente traspaso de elenos a las filas de las Farc, según una fuente local.

Solo Tibú, con 23.030 hectáreas, es el municipio que encabeza el ranking de sembradíos de coca en el país. La proliferación de cultivos, unida a su privilegiada situación geográfica, fronteriza con Venezuela, lo convierte en un enclave primordial tanto para el ELN como para sus aliados del cartel de los Soles.
“El ELN creía que acabarían con las Farc, pero eso es imposible”, analiza un catatumbero. Rememora que conoció a las viejas Farc desde niño y, aunque las disidencias no mantengan la fortaleza de antaño, siguen contando con tropa en el área y el favor de varias comunidades. “Esta guerra no le conviene a nadie”, sentencia.
El comercio local y las empresas de transporte han visto el desplome de sus ingresos, aunque la redoblada presencia militar haya prendido una frágil luz al final del túnel. En Tibú abrió de nuevo gran parte del comercio, se reanudó el tráfico hacia Cúcuta, pero solo funciona a medio gas, y los vetustos buses que recorren el trayecto hasta El Tarra y La Gabarra, dos localidades donde la guerra sigue viva, volvieron a circular la semana pasada. “Únicamente viajan los que son de allá y pueden. Si no se le ha perdido nada, no vaya. Hay retenes y de pronto lo dejan a uno”, me dice un señor al ver pasar uno de ellos.
También a barrio Largo, tradicional feudo de las Farc en Tibú, cuya calle principal, larga y polvorienta, desemboca en la salida hacia Versalles y El Tarra, han retornado algunos desplazados. Hay sectores, sin embargo, que permanecen casi vacíos y son numerosas las tiendas cerradas, bien por falta de clientes, bien por miedo de sus dueños a represalias del bando contrario al que apoyaban de alguna manera.

“Ayer no vendí ni un galón”, dice una mujer junto a cinco botellas de gaseosa, de 2 litros, rellenas de gasolina. “Y vivimos del diario”. Los pocos mototaxistas que aún circulan apenas consiguen carreras. “Éramos más de 400 y quedamos unos 30, y casi ni hacemos lo del día. Ya no salimos a las veredas y se mueve poco la economía”, se queja uno de ellos. Ni siquiera se consigue cerveza, desliza un lugareño, porque los grupos no permiten que la traigan de Cúcuta por una disputa de vacunas.
“En esta zona, que es de invasión, éramos 120 familias, casi todos venezolanos. Cuando empezó todo, quedamos solo tres y ahora retornaron unas 20. Los demás están esperando para volver porque necesitan trabajar, en Venezuela la situación está muy mala. Allá no hay nada”, dice un joven en una vivienda de plásticos y tablones de madera, que emigró a Colombia cuatro años atrás. “Muchos acá trabajan en minas de carbón. Pero ahora esto está muy solo”.
Un vecino recuerda que la invasión, donde reside desde hace años, fue escenario de un duro combate entre las dos guerrillas al principio de la guerra. “Una señora resultó herida y luego murió. Y otra, con tres hijos, quedó discapacitada. Los civiles quedamos en la mitad y no hay donde meterse para protegerse”. Ni ayudas gubernamentales para seguir sus vidas.
Para fortuna de los empleados de las empresas agroindustriales de palma africana, que cuentan con 31.651 hectáreas sembradas en Tibú, principal motor de la economía lícita local, hay cuatro plantas de beneficio activas.

Pero la duda que flota en el ambiente es hasta dónde el ELN está dispuesto a seguir, si podrá sostener la guerra con la plata encaletada o si el Gobierno de Venezuela le ayudará con el fin de crear un espacio fronterizo del que se pueda adueñar más adelante. Y si las Farc podrán resistir mucho tiempo más con tropa venida de lejos, cuando están inmersos en otras guerras.
“Esto no acabará pronto”, augura una mujer en Campo Dos, el corregimiento de Tibú en donde el conflicto arrancó. “Unos desplazados han retornado, pero otra gente se va y hay mucho almacén cerrado. Uno nunca ha conocido la paz”.